El mundo como una tela araña. Escribe Ariel Gauna

Continuamos con las escrituras que despertó la presencia de Cecilia Colacrai, artista invitada al Festival Internacional de Artes Escénicas Contemporáneas El Cruce en su 22º edición. En esta oportunidad, comparte su mirada múltiple y amorosa Ariel Gauna. Ariel no solo fue parte del equipo del Festival, registrando toda la programación, sino que también nos regala sus atravesamientos y preguntas desde el rol de espectador.

¿De qué trata la obra? Es a veces la pregunta quizás impertinente que se hace desde los medios de comunicación “¿o incomunicación?”, dando así por hecho que de ésta manera podrán trasladar al espectador o el invitado, invitada una suerte de bastón al cuál poder aferrarse para no llegar a tientas a esa confrontación de una experiencia artística. Digo impertinente (a veces) porque ya ha pasado mucha agua bajo el puente y son hoy bastas las herramientas que se tienen para acercarse a un obra, pieza, espectáculo o cosa artística.

El tema es la cosa. Y en RAVE nos encontramos con una cosa, una cosa que apelmaza cientos de capas, que será tarea posterior desenmarañar cuando lleguemos a casa y empezar a pensar ¿Qué fue eso?

Entonces volvamos a ese presente, al momento vivido, a la experiencia de transitar por allí.

Rave comienza como una película convencional. Dentro de la sala bajan las luces, en esa caja italiana van colando otras y algo de magia que aporta una máquina de humo en el lateral del escenario. Instantes más tarde Cecilia Colacrai aparece en escena y camina al centro del escenario. Lleva un vestuario liviano, neutro, con algún detalle estilístico, pero solo lo necesario porque salvo lo de liviano y neutro (que lo necesitará) lo demás sólo viste su cuerpo y no tiene importancia. Suena música. Una música de tambores, de percusión y Cecilia baila como un reloj. Liviana, justa, exacta, equilibrando la energía, buscando en cada espacio cubico el habitar en la escena. La música pega brincos, se entrecorta, hay subidones, ella salta, gira, tensiona, vibra, contiene el aire.

Han pasado ya varios minutos y ella sigue moviéndose en un crescendo. Está amasando la cosa.

Las luces van develando un planeta único en el que habita, ese mundo que ya a esta altura no nos deja escapar.

Hay cuerdas atadas del techo al piso, se escapan del escenario y hay dispositivos mecánicos que son un misterio entre las sombras. Hay algo de lo angustiante en esos tres focos apoyados de boca contra el piso, como si se hubieran desplomado en algún momento. Siguen enchufados, pero están ahí, apagados y eso nos angustia.

De a poco comenzamos a entender que la luz ya se fue, que hay algo de lo apocalíptico rondando. Cecilia no deja de moverse y uno piensa que se estará cansando mucho. ¿hasta cuándo aguantará? Como en una carrera, como en un ring, un púgil contra los fantasmas. Ella sigue amasando cuál araña en su tejido, devorando espacio, manipula sogas. Jadea, iza los tachos que se encienden y como péndulos en las tinieblas nos marcan el paso del tiempo y nos sentimos de alguna manera cerca del final, de un final atroz.  El mundo está ante nuestras narices. Así, lo único que nos queda es lo que está atado con sogas, con alambre, solo quedaron aristas de nuestras ciudades, ya no hay paredes donde cobijarse y un horizonte profundo con apenas luz para seguir adelante. El menú está servido y nos lo tiraron en la cara.

Cecilia ya no es más Cecilia. En lo profundo de esa atmosfera vaga, su cuerpo detiene el movimiento, apoya una mano contra la pared para no caerse y aúlla. Aúlla a la luna, sus sonidos guturales se multiplican, aúlla al cielo, a la noche de un parque España a punto de derrumbarse, chilla, camina como puede.

Ahora todos nos sentimos aglomerados.

Hay un momento de respiro cuando suena un ritmo caribeño dentro de uno de sus cacharros, no sé hasta cuando durará esta brisa, el artefacto viene fallando. La alegría momentánea se quiebra por la voz de un locutor que relata como un Nostradamus carioca lo que vendrá. Ella repite con él como un mantra, quizás esas sean las últimas palabras que quedaron de registros en este mundo.

Más tarde su cuerpo invade el espacio espectador, se sale de su lugar y como una decisión inexorable, como quién corta los cabos de las velas de un barco para no naufragar Cecilia promulga la caída de las luces que estallan contra el piso. Ahora ya no tiene ropa, hace rato que ya no es ella, se mueve distinta, no sé cómo, pero lo hace. Se detiene en detalles, se sube a un altavoz y como si viniera de las cavernas todo lo analiza minuciosamente como a un monolito.

De pronto las puertas de la sala se abren de par en par, entra la luz del hall central del teatro, respiramos. Algunos entendemos y damos gracias con un aplauso. ¡¡¡Gracias Cecilia!!! La otra mitad de los espectadores quieren que esto termine, que abandone ese personaje y que vuela a su lugar de donde nunca debió haber salido y que les diga -Muchas gracias por venir – que todos aplaudamos y que desaparezca por el fondo. Ahí están, incomprensibles, avasallados por el cuerpo de lo que era una bailarina que ahora desnuda recorre cada milímetro de las gradas y lo seguirá haciendo hasta el infinito, hasta que no quede ni un alma en el lugar.

Y yo pienso una sola cosa sentado cómodo en mi butaca, mirando una obra de danza. ¿Cómo fue que construimos este mundo?