La vida en las calles
Escribe Santiago Beretta Ya no existen los linyeras de corazón. No se ven, desde hace décadas, a esos duendes de la existencia que iban de acá para allá con […]
Escribe Santiago Beretta
Ya no existen los linyeras de corazón. No se ven, desde hace décadas, a esos duendes de la existencia que iban de acá para allá con sus pertenencias. Vagando, dándole la espalda al progreso y abriendo su corazón al sol, la única moneda en la que creían. Un poco locos, un poco románticos, un poco perdidos y un poco indestructibles. Con esa estela de misterio antiguo que sonaba en cada uno de su pasos. Del campo y de la ciudad, sin hogar, sin rumbo fijo ni trabajo estable, no creían en la vida moderna. Sabían que dentro de sus límites no había dónde ir y por eso podían ir a cualquier lado.
Los linyeras ya no quedan. Hay, sí, hombres y mujeres que se cayeron del mundo y andan por ahí rotos, a veces destruidos. Gente ya grande o envejecida de antemano, adolescentes castigados por la pobreza o fugitivos del infierno del hogar. Los linyeras, renegados de lo que hoy llamamos consumo, podían ir a cualquier parte. Nosotros, que creemos en el consumo, cada vez tenemos menos lugares donde ir.
La coreografía urbana está atada a lo funcional. Del trabajo al súper. Del súper al gym y de ahí otra vez a casa. ¿Es una tragedia la vida de una persona que no tiene tiempo para perder? ¿Es un destino cruel el saber siempre dónde vas a ir y lo que te va a pasar? ¿Se perdió la aventura, el riesgo y la contemplación?
La coreografía urbana actual se dibuja en deslizamientos híper responsables que nunca se olvidan de sí mismos para permitirle a quién los anda que descubra algo nuevo. Deslizamientos temerosos, además, por calles donde la violencia imprime su huella hasta en el más mínimo detalle.
—Hoy la gente está atenta. Con movimientos cortados, muchas veces duros. Cuerpos pesados, quebrados hacia un lado u otro por la misma atención a lo que sucede alrededor. Todo lo contrario a un cuerpo que pasea, a un cuerpo liviano. Cuerpos atentos a sí pasa una moto, al cruce de calles, al que pasa al lado. Aunque se esté mirando una vidriera, se presta atención a dónde se tiene el bolso —comentó María Eugenia, que tiene 38 años y es actriz y profesora de teatro.
—¿Cómo es el movimiento en la calle? Bueno, te pasan por arriba porque están apurados, te chocan y te aplastan —dijo Agostina, vendedora de libros, 32 años.
—Veo cuerpos solitarios, antes veía más manadas, más grupos. Si bien siempre hay grupitos, no los veo caminando, sino afuera de un lugar específico. Y la gente muy en la suya, con auriculares —pensó Renata, estudiante de antropología y almacenera, 25 años.
En este momento, lo único que se mueve en la habitación en la que estoy son mis dedos. Pulsan las teclas que imprimen letras en la virtualidad de la computadora. Hormigas negras que se abren camino entre la nieve de la página en blanco. Hace frío y llueve. La lluvia altera un poco el ritmo habitual de la ciudad:
—Veo personas cargadas con bolsos, capuchas puestas, los hombros muy cerca de las orejas. Algunas acompañadas por sus hijas-sobrinas-nietas, no sé qué son porque están muy tapadas; otras están solas, hay muchas personas solas, mujeres, hombres, jóvenes. Los pasos para cruzar la calle siempre son apurados, porque los autos están apurados y no dejan cruzar —observa Anabel, escritora y profesora de yoga, 43 años.
Cada vez que vuelvo a casa, paso por la virgen que está en Ovidio Lagos y Pellegrini. A su alrededor veo gente rezando, con los ojos cerrados, varios minutos. Hombres y mujeres que se entregan al silencio, en una suerte de cortocircuito del automatismo cotidiano, un momento en que el cuerpo parece suspender sus ataduras y olvidarse de los peligros que envuelven a la ciudad. A la altura de Francia, observo de lejos a las mujeres que venden flores sobre la vera del Cementerio. Están todo el día en sus puestos, habituadas a la charlas con quienes van a enterrar o a dialogar con sus muertos. La alegría y la resignación de sus vidas duras se ven en sus gestos y movimientos. Sobre todo, se nota que son mujeres atravesadas por la contemplación, algo común en la gente que se gana la moneda en la calle. Como si el andar por ahí, el tantear al otro y observar detenidamente, les devolviera, aunque sea un poco, el tiempo eterno de las cosas, cierta serenidad, ese latir legendario que se hace añicos en las rutinas de las fábricas-oficinas-instituciones-comercios grandes-tareas virtuales. En Vera Múgica, doy con el Hospital de Emergencias. Un lugar concurrido en la actualidad, en la que todos los días hay tiros y broncas, además de accidentes. En la recepción o en la entrada, los familiares de los internados aguantan a la espera de noticias. Si están conmovidos se nota de lejos. Aunque se muevan igual, se mueven distintos. Pueden permanecer quietos, pero hasta en el más mínimo desliz de sus ojos vibra el golpe que acaba de darles la vida. En Iriondo están las torres de viviendas, las famosas torres, y en el parque que hay a su alrededor andan los vecinos. Hay una viejito flaco, muy flaco, que avanza a pasos lentos desde su edificio hasta el kiosco de la otra cuadra. Apenas levanta los pies hacia arriba y hacia adelante. Pero lo hace. Compra sus cigarrillos y vuelve a su hogar. Vuelve fumando. El ir y venir le llevará unos cuarenta minutos. Es su salida diaria. A principios de año, en una de sus andanzas, se cruzó con una mujer que le manoteó el celular y lo tiró al suelo. La cámara de vigilancia de las torres captó el hecho y el video fue noticia en todos los medios de la ciudad. “No sale más”, pensé cuando vi la noticia. Pero al mes volvió a las calles. Todavía lo veo, caminar y fumar a la tarde con dedicación.
Ya no hay linyeras, pero cada tanto aparecen personajes cuyas aventuras nos demuestran que es un total fracaso esta forma de vida.
En Buenos Aires y Cerrito tenía su kiosco de diarios Martha Febré. Su puesto más que un comercio era una nave de locos, una posta para los que no tenían cabida en sus trabajos ni en su hogar. Viejos y viejas descartados por su familia, jóvenes a la deriva y locos que andaban por ahí. Todos iban a buscarla para hablar de cualquier cosa y poder decir algo verdadero. Pasaban la mañana, el mediodía, la tarde y el anochecer. Martha escribía poemas y pintaba cuadros que ahí mismo exponía. A sus cincuenta y cinco años, había convertido una esquina cualquiera en un lugar lleno de vida y, tal como anunciaba, llegó el día que la desalojaron.
—Hay mucha gente que odia a los que sueñan —repetía una de las últimas veces que al visité.
Hace años, en la zona de Moreno y el río, conocí a un sanjuanino que había venido caminando de Buenos Aires. Era un morocho flaco, petiso, de voz triste y mirada dura; tendría unos treinta años y andaba siempre con su perro, al que bautizó San Juan. Vivía ahí, sobre la barranca, y se le dio por hacer una huerta y un jardín. Plantaba tomates y zapallos. Recuperó rieles y piezas viejas del ferrocarril, consiguió algo de pintura y les dio color. La gente le llevaba semillas, adornos, pedazos de esculturas. Su huerta crecía. También su jardín. Un día la yuta la corrió del lugar.
—Ya vinieron dos veces —me dijo una tarde—. Si vienen una vez más ya sé que me tengo que ir.
Y así fue. No lo vi más. Todos los territorios de la sociedad actual están controlados. Es así. Te dejan morirte de hambre, de frío, de tristeza o de locura. Pero no inventarte una vida nómade, a la deriva. Es más fácil ser estafador o asesino que andar por ahí, errante, con lo puesto. Entusiasmado y contagiando a los demás.
De las ideas que me llegaron para esta nota, cuyo eje era pensar coreografías urbanas en la actualidad, me faltó citar esta. Viene de parte de Gabriel, un fabricante de muebles de 42 años:
—Estamos todo el día con el celular. Con el celular nos hicieron agachar la cabeza. Y eso es todo un símbolo.
Santiago Beretta – IG: @berettasantiago08
Nació en Rosario en 1989. Dirigió la revista Apología, con veintidós números editados. Colaboró con La Capital, El Ciudadano, Rosario Express, El Eslabón, El Corán y el Termotanque, Unión y Amistad, Ciudad, Ubik, Enredando y Rea. Fue columnista de literatura en Más Tarde que nunca, de Radio Universidad de Rosario, del 2012 al 2016. En 2017 publicó Rodolfo Elizalde, editado por Iván Rosado. Y en 2023 compiló “¿Qué nos arrastra hacia un mismo lugar?”, el libro de los hinchas de Argentino de Rosario. Se desempeña en la sección Ciudad del Newsletter rosarino Uganda.
Es una revista que también tiene soporte digital. Se trata de una revista contemporánea de danza y artes del movimiento.
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